Descuidas el otoño
y sus hojas acribillas como si culpasen
tu benevolencia:
ellas son las lágrimas chicas que embardurnan
tus miedos,
y no lamentas que en su dicha
perdure tenue la mitad de tu beso alicatado.
Respira con embeleso el agrio corazón de las
llamas
porque el cielo te lleve hacia otras ciudades más
abiertas;
amordaza sus manos de pianista egocéntrico
en la indiferencia que ya no difiere,
y remolca el hedor de una colilla putrefacta:
en el ocaso del infinito pululan las torrenteras
y la cara ensimismada de los perdidos.
Salta, escapa tu llanto de sus ruedas
y declina esa voz que no es la tuya,
que no reconoces.
Y aún puedas esconderte detrás de la foto:
pero es tu mirada.
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