INDIGNADOS
Estoy indignado.
Y lo digo alto y claro para que a nadie le quepa duda. Definitivamente sí:
ESTOY INDIGNADO. Pero como no me considero una persona extremista (al menos no
demasiado), ni alguien a quien le moleste o agobie cualquier nimiedad (no sea
que alguno me tache de pusilánime), diré en mi descargo que, obviamente, no
estoy (o no me considero) indignado con todo o todos.
A
decir verdad no me considero especial ni diferente a mucha, muchísima gente que
va sembrando de urgentes diatribas casi todas las plazas y parques de muchas
ciudades españolas. Estamos acostumbrados a poner la tele o la radio y toparnos
de bruces con unas imágenes (en la tele, claro, no en la radio; no ha avanzado
aún tanto la ciencia ni la electrónica) en las que, invariablemente, se nos
presente a un grupo más o menos numeroso y/o tumultuoso sospechosamente
parecido a otros grupos de otras ciudades en otros países: mozalbetes imberbes
que plantan sus tiendas de campaña y se dedican a vociferar, o a cantar, o
simplemente a hacer acto de presencia para la causa. Una causa que no es otra
que la de todos nosotros, desde luego.
Y
es que unos pocos han tomado la calle para expresar en voz alta un descontento
que es el descontento de toda una sociedad. Si bien es cierto que antes he
hecho mención a “mozalbetes imberbes”, la realidad es que en estas
manifestaciones-campamentos podemos encontrar personas de cualquier edad o
condición social. Y es que estamos hartos, cansados de no tener trabajo y tener
que mendigar todo tipo de subsidios y pagas por desempleo; porque nos enerva
que anden prometiéndonos el oro y el moro sólo para que mantengamos la boca
cerrada (ya se sabe, que así no entran moscas, claro, pero tampoco comida);
porque hay infinidad de gente que no sabe cómo va a alimentar a sus hijos al
día siguiente.
Porque
ustedes me reconocerán que es una verdadera pena tener a un hijo estudiando
entre Preescolar y el fin de carrera una media de 18/20 años (eso si todo va
bien y el nene no repite demasiados cursos, o no se hace necesario sacarlo de
estudiar para que contribuya a la economía familiar) y que al terminar el pobre
no tenga donde meterse y caerse muerto. Y de paso, esto conlleva daños
colaterales como tener un hijo con 40 tacos y no poder sacarlo de casa ni con
agua hirviendo, que también esto es un problema, oigan. Y de los gordos.
En
las últimas semanas hemos asistido a través de los medios como la comunidad
estudiantil de nuestro país se ha levantado en armas (sí, en armas, que ya no
levantan sólo la voz, sino también las manos) para reclamar unos derechos que
deberían ser inamovibles. Nunca debería permitirse que para estudiar una
carrera haya que “empeñarse” hasta el cuello, llegando muchas familias a sacar
cuantiosos préstamos para ofrecer a sus vástagos un futuro mejor, más digno; o
en el mejor de los casos no hace falta acudir al Banco, pero se cae en la
necesidad de arrasar con los ahorros de toda una vida… Y esto tocando sólo el
tema pecuniario, porque son muchas y variadas las reivindicaciones de nuestros
universitarios.
Que
se pida que no se produzcan recortes en Educación, como en muchas otras
parcelas de nuestra sociedad, es algo pausible y entendible; que para conseguir
éste u otros propósitos igual de importantes y legítimos se recurra a la
violencia por parte de unos cuantos sujetos que ni siquiera son estudiantes,
sino que se apoyan en estas revueltas para hacer su agosto y destrozar todo lo
que encuentran a su paso sólo por el mero hecho de hacerlo, ya no tanto. Porque
no olvidemos que el derecho más genuino es aquel por el que deberían regirse
más de cuatro energúmenos, que no es otro que el respeto por la vida y
posesiones ajenas, por muy enfadados o descontentos que nos encontremos.
Pues
sí: estoy indignado. Aunque ya un poco menos ahora que, después de tanto
despotrique, me he desahogado.