DISPERSIONES

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sábado, 12 de noviembre de 2016

JOSÉ LUIS GARCÍA HERRERA



















          Esplugues de Llobregat (Barcelona), 1964. Poeta, narrador, rapsoda, crítico literario y técnico químico-alimentario. Fue director de la revista El Juglar y la luna, directivo de la Academia Iberoamericana de Poesía en Barcelona y miembro fundador de los premios literarios "Ciutat de Sant Andreu de la Barca".

          Ha obtenido numerosos premios de poesía (Villa de Benasque, 1999; Blas de Otero de Majadahonda, 2004, entre otros) y de relatos (Villa de Torrecampo, 2006; San Esteban de Gormaz, 2013. Tiene publicados 18 libros de poesía y ha sido incluido en varias antologías. Traducido al euskera,, italiano, francés, portugués y checo.



EN EL CORAZÓN DE LA CAÑA



      Con los pies en la orilla, en Poniente, mi querida playa, contemplaba un horizonte circular de espumas saladas. Frente a mí se extendía la inmensidad azul de un sueño alcanzado con los tiernos remos de la infancia. A mi espalda, un dédalo de calles estrechas y de casas bajas, encaladas con la luz del ayer en la brocha del tiempo y una antigua esperanza de ventanas abiertas al viento que borra las huellas de un dolor eterno. Más allá, abarcando una franja ancha de tierra generosa, se extendía el verdor de la vega, el dulzor de los frutos, los penachos lánguidos de las palmeras, los caminos lentos que seguían el apacible curso de los balates y sus rastrojos. Y más allá aún, tapiando de gris la lejanía del horizonte se alzaban las imponentes paredes de la sierra. Bajo la moneda ardiente de un sol e mediodía, atentos al olor de los espetones con sardinas, jugábamos a ahogaíllas en el agua; nadábamos sin descanso arriesgándonos mar adentro; o salpicábamos vida en cada braceo en busca del reposo de la orilla.
      La vida era un juego, entonces. Un juego de niños que soñaban, cada día, no despertar de ese sueño. Y ahí nos iban las horas, correteando alegres por la playa y bajo los arcos celestes de un mar pintado de cielo. Al caer la tarde, de regreso a casa, hacíamos un alto en el pequeño quiosco que bordeaba una mínima plaza. Y rebuscando en el bolsillo encontrábamos la moneda que dejaba en nuestras manos un pedazo de paraíso nacido en el mar de la vega, en el corazón de la caña. Dulce caña que dejaba en nuestra boca el almíbar de las delicias, el azúcar líquido que recorría los labios como divina recompensa de un día de sol, de sal y de agua.
      Sentados en un poyo del paseo, entretejiendo sonrisas, masticábamos la caña con los ojos cerrados, celebrando aquel jugo sagrado, la savia de una tierra fértil y el sacrificio de hombres y mujeres en la zafra para entregarnos el milagro de aquella carne blanda que con la alquimia y la molienda de la saliva dejaba en nuestra boca sangre de azúcar, miel de caña.-



JOSÉ LUIS GARCÍA HERRERA.-

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