DISPERSIONES

domingo, 29 de enero de 2012
jueves, 26 de enero de 2012
miércoles, 25 de enero de 2012
COMUNIONES
Creo en Dios. O eso creo. Por encima de CASI todas las cosas. Pero todo en esta vida tiene un
limite que deberíamos saber reconocer y, por supuesto, no rebasar nunca.
Imagínense esta escena: un niñ@ va paseando con su madre agarrado a su mano. En
un momento dado ambos pasan por delante del escaparate de una pastelería y el
niñ@ queda petrificado, clavado al suelo con los ojos fijos en los barquillos
de crema. La madre piensa que no le hará daño comer un barquillo y más ahora que
se acerca la hora de la merienda, por lo que entra y compra media docena de
lustrosos y apetitosos dulces. Aún paseando, el crío se come su pastel y sacia
su hambre. Y una vez en casa, después de la cena, engulle otro más, y antes de
ir a dormir se ha encaramado a la alacena de la despensa y, a escondidas, da
cuenta de dos barquillos más. El primer pastel, como todo en pequeñas dosis, no
le hace ningún daño. Es más, le deja muy buen cuerpo. El problema viene con el
atracón, con la ingesta desmesurada y saturación de azúcar que hace que,
probablemente, ese niñ@ termine en urgencias a las dos de la mañana con un
fuerte dolor de tripa.
Pero como todo en la vida no debemos abusar de ella o corremos el riesgo de
coger un “empacho” de sermones y buenos propósitos. O si no fíjense ustedes,
que para muestra mejor dejar un botón.
Normalmente (con muchas excepciones, claro está) entramos en la Iglesia sólo para las
bodas, bautizos, misas de difuntos y comuniones. Y suele ocurrir que a veces es
nuestra propia boda o el bautizo o comunión de alguno de nuestros retoños.
Entonces no tenemos escapatoria. Y mucho menos si es nuestro propio funeral…, o
por huevos, o por huevos. En otras ocasiones con la excusa de cuidar al niño de
la prima o echar un cigarrillo, nos pasamos toda la Misa al bendito fresco:
- “Deja, deja, Reme, que ya me quedo yo con la niña”.
- “Ay no, que te vas a perder la ceremonia, con lo bonita que han adornado la Iglesia…”
- “No pasa nada, chiquilla, me sacrificaré un poco para que la cría no os de la lata”.
Porque esa es otra. Si tenemos la mala suerte de que el niño pequeño sea nuestro y el que hace la comunión
también, entonces mejor que el Señor nos coja confesados: tendremos que
encargarnos del chico, pero no podremos salir fuera. Y el nene, que ve que
aquello no va mucho con él, comenzará a chillar, a patalear, a cantar la
canción de Bob Esponja, a pasearse entre los bancos, a tirarle a la señora de
enfrente de un pendiente… Y el cura, que cada vez que escucha a tu niño para el
sermón, pone los ojos en blanco y ladea imperceptiblemente la cabeza echándote
un vistazo como si tal cosa, pero con una mirada tan penetrante y asesina como
la de Superman intentando ver a través de una jardinera de plomo. Y mientras tú
sientes clavadas en ti todas las miradas de reproche que, una a una, se van
volviendo de los bancos anteriores y se van hincando en tu cuerpo.
Ahora, desde los siete años, nuestros hijos se ven absorbidos por la Catequesis
durante tres largos cursos antes de la comunión (sí, aquí en Motril la
catequesis dura tres años, en otros sitios sólo dos, que a este paso como lo
sigan alargando mi mujer tendrá que sacar del armario el vestido de novia para
que le valga a la niña). Por eso hablaba de saturación. Y para colmo resulta
que, además de los niños, los padres tenemos que ir también a catequesis dos
veces al mes, para que demos ejemplo, dice el cura:
- “Mire usted Don Anselmo, que ni mi mujer ni yo podemos venir, que trabajamos los dos en esas horas”.
- “Pues que vengan los abuelos, no pasa nada”.
- “Es que abuelos, abuelos sólo le queda a la niña uno y está con una bombona de oxígeno en la cama”.
- “Pues nada, que venga la chica de la limpieza si es necesario, que es para dar ejemplo. ¡Qué cruz!”.
Y ahí me tienen con mi librito de oraciones y cantando sin acompañamiento “Yo tengo un amigo que me ama” (y su
nombre es Jesús, claro).
A propósito, señor cura. Yo ya fui bautizado, hice la comunión en mi día, estoy
confirmado, casado por la Iglesia, bautizadas mis dos hijas y soy fiel seguidor
de todos los preceptos eclesiásticos. Mire usted, señor cura, que tengo hecha
hasta la mili. Sí, ya se que no tiene que ver con el tema. Pero lo dejo dicho,
por si acaso.
martes, 24 de enero de 2012
lunes, 23 de enero de 2012
¡¡NO ME TOQUES EL FACEBOOK!!
Cuando hace unos días mi hija de 12 años se plantó frente a mí y me dijo: “papá, si me necesitas para algo estoy
en mi habitación. Es que he quedado”, no pude por menos que echarme a reír por
lo bajini, con una risita floja que variaba entre el estupor y el escepticismo.
Entonces recordé con nostalgia cuando yo tenía su misma edad y también quedaba
con mis amigos. En la calle, claro. O en algún portal o en la casa de algún
compañero para charlar un rato y gorronear la merienda. Ya está. No había más
misterio. Pero la proliferación en estos tiempos que corren de las llamadas
Redes Sociales ha dado un giro radical al concepto de relacionarse. Y de paso,
nos ha relegado a algunos al mismísimo Pleistoceno.
Nos guste o no, no queda más remedio que rendirse a las evidencias… y las nuevas tecnologías.
Todo se mueve en torno a Internet, Facebook, Tuenti, Twitter… Todo
el mundo conoce todo de todo el mundo: no hay secretos, intimidad ni descanso.
Y si se nos avería el ordenador (Dios no lo quiera), quizás aguantemos un par
de días sin “conectarnos”, sin mirar el correo electrónico o sin chatear con
alguien. Pero sólo un par de días, tres a lo sumo. Después de este tiempo sin
sentir bajo las yemas de los dedos el suave y conocido tacto del teclado de
nuestro PC, comienza en nosotros una transformación que ya quisieran para sí
los mutantes de X-MEN: picores varios, sudores, irritabilidad y un acuciado don
de la ubicuidad para estar casi a la vez en la casa del primo, vecino o amigo,
en un intenso periplo buscando donde conectarnos. Porque ya no sabemos, podemos
ni queremos vivir sin las comodidades que nos brinda la tecnología. Porque es
muy difícil renunciar al placer que produce estar “hablando” a la vez y en
tiempo real con varias personas tan distantes en el espacio entre sí como una
cabra montés y una tortuga de las Galápagos.
Y volviendo a los hijos, a día de hoy ya no nos resulta extraño que no sepan lo
que es escribir una carta con su papelito, su sobrecito y su sello como Dios
manda, o que para descifrar lo que garabatean en sus “twitters”, correos
electrónico y demás mensajes en la Red, donde brillan por su ausencia letras e
incluso palabras enteras, necesitemos poco más o menos que a un equipo del
C.S.I. Tampoco los castigos que les infringimos cuando han sacado los pies del
tiesto son los mismos. Si antes se portaban mal, nos bastaba con amenazarlos
sin tele o sin salir a la calle. Ahora eso no vale: ni les interesa lo más
mínimo la caja tonta ni necesitan salir al exterior para realizarse y ver
mundo. Pero probad a amenazarlos sin su ración diaria de Internet y para ellos
será peor que un cataclismo que parece hundirles en la más negra de las
miserias.
Vaya, ahora tengo que dejarles. Me acabo de dar cuenta de que en mi Blackberry tengo
un aviso de un mensaje entrante vía Facebook. Y es que ya no recordaba de que
había quedado…
domingo, 22 de enero de 2012
jueves, 19 de enero de 2012
martes, 17 de enero de 2012
sábado, 14 de enero de 2012
viernes, 13 de enero de 2012
COSMOPOLITISMO
Hubo una vez no hace demasiado tiempo, en que encontrarse por la calle paseando, o tomando
un café en una terraza o atendiendo detrás de cualquier mostrador de ropa o
complementos a alguien que no fuese nativo de la piel patria, era casi
anecdótico. Como si todos esos ciudadanos que hoy en día nos son tan familiares
(hablo de rumanos, lituanos, rusos, colombianos, sudafricanos, peruanos,
argentinos, marroquíes y, últimamente, la gran invasión de población china que
nos “esquilman” la cartera desde sus bazares y tiendas de ropa y calzado),
hubiesen estado aletargados, escondidos o, simplemente, desconocieran en qué
lugar de un mapamundi se ubicaba España.
Y hoy, digo, nos resultan tan familiares que hasta seguro tenemos a alguno o alguna casados
con un primo, una hermana o una tía abuela, y no sólo porque ya nos parezca
extraño entrar en un comercio y no ver a un chino que con buena voluntad y
mejor sonrisa nos atienda, ni porque a determinadas horas de la mañana o de la tarde
en algunas zonas de la Avenida de Salobreña y aledaños, o en la Rambla de los
Álamos o en cualquier otro rincón se formen minúsculos corpúsculos de
individuos que van salpicando de acentos irreconocibles las aceras, sino porque
al cabo de los años, nos hemos dado cuenta de que los necesitamos para intentar
purgar nuestros pecados y mala conciencia a base de limosnas o de frágiles
palabras de aliento. Pero con las palabras no se come ni se paga la factura de
la luz. Ni siquiera con las buenas intenciones.
Muchas de estas personas que andaban buscando su particular “El Dorado”, se han dado de
bruces con la cruel realidad y se han dejado los “piños” (literalmente), en el
camino. ¿Qué queda por hacer cuando no te queda nada?. Pues eso, lo que están
pensando: malvivir y malfacer. No echemos balones fuera ni busquemos culpables.
La cosa está así. Es lo que toca.
Este cosmopolitismo, este boom acentuado de crisoles y culturas que vivimos
actualmente (no solo en Motril, claro está, basta con pasearse por cualquier
parque de cualquier ciudad española o europea), también habrá de traernos en el
futuro algo con lo que no contábamos: la indiferencia. Ya lo verán venir. Porque aunque todos somos y
nos consideramos de todos sitios, llegará un día en que habrá, quizás,
demasiadas tiendas de ropa.
Pero todavía yo puedo, a pesar de los pesares y sin temor a equivocarme, gritar a los cuatro
vientos y afirmar que soy “ciudadano de
uno y muchos mundos”.-
Juanjo Cuenca.-
Hubo una vez no hace demasiado tiempo, en que encontrarse por la calle paseando, o tomando
un café en una terraza o atendiendo detrás de cualquier mostrador de ropa o
complementos a alguien que no fuese nativo de la piel patria, era casi
anecdótico. Como si todos esos ciudadanos que hoy en día nos son tan familiares
(hablo de rumanos, lituanos, rusos, colombianos, sudafricanos, peruanos,
argentinos, marroquíes y, últimamente, la gran invasión de población china que
nos “esquilman” la cartera desde sus bazares y tiendas de ropa y calzado),
hubiesen estado aletargados, escondidos o, simplemente, desconocieran en qué
lugar de un mapamundi se ubicaba España.
Y hoy, digo, nos resultan tan familiares que hasta seguro tenemos a alguno o alguna casados
con un primo, una hermana o una tía abuela, y no sólo porque ya nos parezca
extraño entrar en un comercio y no ver a un chino que con buena voluntad y
mejor sonrisa nos atienda, ni porque a determinadas horas de la mañana o de la tarde
en algunas zonas de la Avenida de Salobreña y aledaños, o en la Rambla de los
Álamos o en cualquier otro rincón se formen minúsculos corpúsculos de
individuos que van salpicando de acentos irreconocibles las aceras, sino porque
al cabo de los años, nos hemos dado cuenta de que los necesitamos para intentar
purgar nuestros pecados y mala conciencia a base de limosnas o de frágiles
palabras de aliento. Pero con las palabras no se come ni se paga la factura de
la luz. Ni siquiera con las buenas intenciones.
Muchas de estas personas que andaban buscando su particular “El Dorado”, se han dado de
bruces con la cruel realidad y se han dejado los “piños” (literalmente), en el
camino. ¿Qué queda por hacer cuando no te queda nada?. Pues eso, lo que están
pensando: malvivir y malfacer. No echemos balones fuera ni busquemos culpables.
La cosa está así. Es lo que toca.
Este cosmopolitismo, este boom acentuado de crisoles y culturas que vivimos
actualmente (no solo en Motril, claro está, basta con pasearse por cualquier
parque de cualquier ciudad española o europea), también habrá de traernos en el
futuro algo con lo que no contábamos: la indiferencia. Ya lo verán venir. Porque aunque todos somos y
nos consideramos de todos sitios, llegará un día en que habrá, quizás,
demasiadas tiendas de ropa.
Pero todavía yo puedo, a pesar de los pesares y sin temor a equivocarme, gritar a los cuatro
vientos y afirmar que soy “ciudadano de
uno y muchos mundos”.-
Juanjo Cuenca.-
"Los que se equivocan de buena fe son dignos de compasión, jamás de castigo" (Diderot).-
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