DISPERSIONES

DISPERSIONES

martes, 31 de mayo de 2016

POESÍA LATINOAMERICANA







MATAR TOROS, PALABRAS




Aparecía en su poema, un toro, lo perseguí,
pero no lo encontré.
Busqué un mapa donde poner a esa niña que miraba
la cara de otra mujer arriba
y la del hombre castaño que, a su lado,
la observaba crecer y cantaba.
Entonces busqué a la que nombraba a los toros
como si fueran palabras
y enrollaba cintas de su vestido (brillantes)
como si fueran ilusiones.
Aparecimos cogidas de la mano en un claro del mar
que parecía un ruedo
haciendo musarañas con las olas.
La vida era anterior a otros acontecimientos que no fueran deseos.
Ella me ponía el espejo frente a la nariz
y yo, me peinaba.
En la gruta que formaban las rocas nos contábamos cosas
y por debajo de las piernas cruzadas y luego, extendidas
pasaba el tiempo.
Me gustaría olvidarlo todo y despertarme a su lado
como aquella vez,
para empezar el falso juego de lo que queríamos.
“Un escritor puede admirar sinceramente a un torero,
difícilmente a un colega”. Pero yo la admiré
a pesar de las contraindicaciones que no advertían
cómo y cuándo se fueron las palabras rodando del papel
acomodándose por la pendiente, arrastrándose
hasta quedar petrificadas, sin proposiciones
en esta gruta con forma de toros que huyen de la envidia
y no exagero, se fueron
todas las palabras, la capa de lealtad de aquel torero
que por fin, nunca la acompañó tampoco.
Y ella cogió el espejo como pudo
para que yo me mirara decir: “eso es tener un alma”
sostener el espejo para que otro imagine
la destrucción, la nada de vivir sin las palabras
mientras derrochábamos cintas (vanidad)
que ella nos dejó
y ella tan sola con el espejo y la capa
(todo lo que quedaba de un fragmento astillado
de lealtad).
Por eso, “pienso con frecuencia en la palabra nada”
por la resurrección de otras palabras
que nunca pronunció
mientras manoseábamos toreros fingidos,
muchachos delgadísimos (castaños)
amantes y vidas entre toros
que nos mortificaban.
Pero en el ruedo que es la muerte
(monomanía fecunda) dicen,
la niña salta de la composición
y se aleja.
Una niña primero, la otra, después.
No quieren ver su destino, comprometerse
ni aferrarse un poco más a la palabra
creer.
Siguen jugando con cintas, con títeres,
y, a veces, cantan.
Las dos niñas actúan. Van y vienen por el escenario
(el ruedo, la página prohibida).
Su voluntad de destrucción (y la mía)
revive ahora, apacigua,
es simulada también
en el después.
Pero el después no existe.


REINA MARÍA RODRÍGUEZ (Cuba, 1952).-

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