DISPERSIONES

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domingo, 14 de septiembre de 2014

CUANDO VIENE LA NIEBLA

  



       Hubo un tiempo en que la niebla me asustaba mucho. Era un temor irracional a perderme en los recovecos de lo desconocido, a no poder regresar nunca al punto de partida. Pero como casi todo en la vida, llegó un momento en que convivir con ella se hizo un poco más soportable. Solo es cuestión de acostumbrarse. La niebla iba y venía a su antojo, me envolvía a veces con fuerza, ahogándome; otras, las menos, aprendíamos a soportarnos y a medir nuestras posibilidades.
  
      Pero la niebla es niebla, al fin y al cabo. Siempre estará ahí dispuesta a darte un mordisco y a envolverte con la tibieza húmeda de una sábana empapada. Revisar, en esos instantes, uno a uno, nítidamente, todos los momentos que han sido y los que pueden llegar a ser, es solo una forma de evadirse, de irse a otra parte. Y sin mucho éxito, ciertamente.

   Porque la niebla, esa niebla que todos hemos tenido alguna vez, aquella que nos ha acompañado en mayor o menor medida a lo largo de nuestra vida, es una puta que se refugia en los portales del alma, una hechicera con sus pócimas, una gata con piel de tigre..., pero también puede llegar a ser una amiga, una dama de exquisitos encantos, una brújula con un Norte incierto en el infinito de la desmemoria.

    Cada vez la niebla me visita menos. Hay ramalazos, si, pero he aprendido a acatarlos y, lo más importante, a hacerme el único autor de mis hechos y mis pensamientos.

   Esta noche hay un poco de niebla para mí. Pero no me preocupa. Terminaremos enzarzados en una lucha encarnizada por un atisbo de lucidez o, lo más probable y jodido, es que nos amanezca mirándonos a la cara con la confianza que da el poder de una antigua y legítima amistad.

    O que, como cada noche, huya de tí con la piel erizada hasta arribar al valle de los proscritos.











                                                                                                                    


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