DISPERSIONES

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martes, 4 de septiembre de 2012



EL PUENTE DE LAS DESDICHAS

        Recuerdo como si fuese ayer la tarde que vi por primera vez en televisión una película que me marcó como un hierro candente en la espalda. No era otra que “El puente sobre el río Kwai”. Muchos de ustedes la habrán visto seguro, aunque para los que no lo hayan hecho, decir que la peli trataba de las vicisitudes de un grupo de presos británicos que son obligados por los japoneses a construir un puente, durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
            Pues bien, cada vez que piso “Las Explanadas” y me encuentro de frente con el puente que el Ayuntamiento ha construido allí, me viene a la cabeza inmediatamente y sin poderlo remediar el otro puente, el del río Kwai. Y ustedes, tan suspicaces como son, se preguntarán el porqué de tal motivo, claro. Y no es que su estructura sea precisamente igual al de la película, ni siquiera parecida, que para eso el nuestro es una virguería modernista-vanguardista, futurista y todo el adjetivo terminado en “ista” que ustedes le quieran endilgar, sino porque al igual  que en el film su construcción (y no digamos su mantenimiento, del que ahora nos ocuparemos) ha pasado por diversos avatares y desencuentros.
            No seré yo quien se moje (expresión más que oportuna tratándose de un puente, precisamente) y manifieste a pleno pulmón a los cuatro vientos que es más feo que pegarle a un padre con un calcetín sucio o más bonito  que un San Luis; que sea más o menos  funcional…, para gustos, los colores. Hay quien opinará que debería haber sido construido con otro tipo de filosofía, más acorde con los nobles materiales de los edificios que existen a su alrededor y a los que se ha pretendido aunar en un conjunto armonioso. Pero si lo que se pretendía era comunicar un lugar de ocio tan arraigado en los motrileños como el Paseo de las Explanadas con unos edificios en desuso y francamente deteriorados que son vestigios colectivos y vivos de nuestra más reciente historia, ligada intrínseca e íntimamente a la caña de azúcar, ahí se han equivocado de cabo a rabo. Aunque con una mirada rápida de soslayo bien se nos pudiera insinuar recordando vagamente a los raíles de un tren que llevara su dulce carga hacia la fábrica, o que los innumerables paneles de cristal (igual que una colmena álgida y luminosa) se asemejen de lejos a las vidrieras altivas y omnipresentes en todos los edificios antiguos de los complejos azucareros, la verdad es que este puente se encuentra como desubicado, como caído de algún sitio quién sabe dónde ni porqué, que no concuerda con su entorno ni esforzándose. Una obra faraónica y petulante. Mejor hubiese cuadrado y primado la sencillez y lo espartano, que no quiero ni pensar lo que ha podido costar, con los tiempos que corren. Que no le extrañe a nadie que el visitante se quede impactado con la imagen de esa gran mole de hierro y cristal y no preste ninguna atención a lo verdaderamente importante que son los edificios que narran algo primordial de nuestra historia. Es lo que tienen las modernidades: muy bonitas, muy extravagantes, pero en el fondo no es lo que pondríamos en la puerta de casa.
            Para ser justos decir que, aparte de estéticas y materiales, el servicio que hace este puente es inmenso, como su estructura. No se puede negar  que es buena idea y que el paseante se ahorra una buena caminata si quiere pasar de las Explanadas al recinto de La Alcoholera o viceversa. Donde antes había que cruzar la carretera del Puerto y luego subir una larga rampa llena de tierra, polvo, piedras y baches como cráteres (o seguir caminando un trecho dirección a la playa y acceder al recinto por la piscina municipal), ahora se pueden salvar estos obstáculos cómoda, fácil y rápidamente a través del seguro puente. Y eso es de agradecer, señores, pero sin demasiados aspavientos. Que todos sabemos y conocemos las muchas deficiencias que acumulan los servicios de todo tipo en nuestra ciudad y que deberían haber sido prioridad ante cualquier otra cosa.
            Por último, ¿se han fijado ustedes que cada dos por tres aparecen uno o varios cristales rotos en esta construcción, que son prontamente reparados por trabajadores del Ayuntamiento?. A este paso no vamos a ganar para cambiar unas vidrieras que pagamos entre todos (qué manido suena esto, pero que hubieran puesto cemento, a ver quién es el guapo que puede romperlo de una coz). Verdaderamente aquí no hay que echarle la culpa ni a los materiales, ni a la estructura, ni siquiera a la presuntuosidad de ediles o arquitectos. Nadie tiene que pagar por la negligencia e incapacidad social de unos pocos desalmados que bien podrían vivir en una cuadra.
            Y es que un puente, sea como sea, nunca debería estar reñido con, al menos, un ápice de buena educación y civismo. Como el famoso puente sobre el río Kwai, donde la belleza y dureza de la obra planteada quedaba reducida y supeditada al trabajo de unos pocos prisioneros de guerra y, sobre todo, a sus sentimientos. Como la vida misma, vamos.









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