DISPERSIONES
domingo, 24 de noviembre de 2013
Siempre supiste ver en mí, siempre, desde
todos los principios;
no hacían falta las palabras,
no hacían falta las palabras, sino el ruido
que anidaba en nuestros pechos,
el ir y venir de aquellas caricias derramadas y
proscritas,
el ir y venir de todas las cosas.
No hubiera querido que fuese de otra forma; no hubiera
querido cambiar nada, ni el más mínimo roce.
Y tú, Ana, te paseabas por mi vida amontonada,
tratando de rehacer el puzzle en el que se había
convertido mi vida,
y tratabas de abalanzarte sobre mí detrás de cada
sombra,
y tratabas antes de todo,
y tratabas de arrancarme lo que siempre fue tuyo.
Aún recuerdo cómo me robaste el primer beso; quizás
cómo nos robamos; de improviso, ágil, derrotado,
aquel primer beso.
Tenía la duda como una mancha de mentira -el deseo
me embriagaba- en el corazón que latía espaciado
sobre aquel sofá que a modo de barco -sí, ya
siempre fue nuestro barco- nos llevaría
hasta la más dulce de las derivas,
buceando en tu boca igual que una palabra sin dueño,
buceando en los olores que tocaba con las yemas,
cerrando muy fuerte los ojos y nuestros corazones
para que no cupiese nadie ni nada, y la risa
se nos caía por el pecho,
el pecho que siempre has utilizado para volarte,
para escaparte a parajes donde no me atrevo a
asomarme,
y después la vergüenza, la prisa, el mirar de reojo
el reloj, aquel triste reloj de esfera blanca,
mientras los espasmos prendían en tu cuerpo y de
tus velas
y yo me juraba que siempre sería tu marinero.
Y tratabas de retenerme,
sigues tratando de retenerme con tus ojos, con esos ojos
que se han quedado huérfanos de cuento
y de caricias,
porque ahora lo miras todo,
lo estás mirando todo ya sin importarte demasiado...
Y siempre te encuentro mirando, callada.
Nos escapábamos de todos
por la puerta que siempre estaba abierta
para nosotros;
no podía imaginarme todo lo que vendría: "Tienes las
manos frías y el corazón no te cabe en un vaso de vino".
Y tú te reías elevándote un palmo del suelo
de tan leve que era tu risa:
"-Estoy hecha de nieve, de la primera nieve;
voy derramándome poquito a poco,
mientras guardo el corazón en una funda-".
Y seguiste riéndote cada día
porque siempre supíste ver en mí; siempre lo
supíste,
el principio de lo que tú augurabas desde
el primer instante,
el principio de lo que se escapaba a borbotones
revoloteando por encima de cabezas y pupitres,
revoloteando como el hambre después del sexo,
revoloteando como el suspiro de un dardo;
y era un principio donde podíamos encontrarnos,
donde podíamos hacer un nido,
donde morir tranquilos,
donde morir tranquilos
exhaustos de tocarnos cons los dedos y mirarnos
sin vernos,
casi, casi, sin vernos,
para aborrecer la física y el latín que
nos robaba encuentros,
y cada caricia era un logro que nos enmudecía,
una batalla ganada desde la trinchera
como si no supiera ya volver a otro lado,
como si no esperara más vida, triste vida,
como si ahuyentaras los fantasmas que vivían entre
nosotros,
como si ahuyentaras los fantasmas que nos daban la mano.
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Del poemario "La mirada fingida", de Juanjo Cuenca.-
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